EL ADOLESCENTE, EL PROFESOR Y EL PROBLEMA (menos x menos) II

Segunda parte

 

“Cómo podrían ustedes estar junto al árbol de mango que está a la entrada de la universidad, y al mismo tiempo estar aquí en el salon?” Preguntó el profesor a sus alumnos.

“Podríamos poner un espejo junto al árbol, o varios que se refracten entre si hasta que la imagen llegue aquí” Responde una alumna. “Bien, pero eso solo es luz refractada… y el cuerpo ?” Dice el profesor.

“Según las teorías de la física cuántica, que parte del principio de incertidumbre, lo que es observado o estudiado, es al mismo tiempo afectado” Se escucha una voz desde el fondo del salón, y se ven unas manos moviendo los dedos en señal de comillas. “La vaina como que se marea de que la miren. Puro visaje, profe… A veces con chauma siento que puedo transustanciarme, teletransportarme. Ergo, si estoy en el salón, podría si quiero, también estar junto al árbol de mango”

Una alumna, con un hipercubo y un hellokity tatuado en el brazo,le enseña el celular al profesor. Es un texto de Wikipedia. El profesor lanza una bola de papel a la caneca, la bola golpea el borde dos veces y cae afuera.

Sin embargo, cuando se examinan los procedimientos experimentales por medio de los cuales podrían medirse tales variables resulta que la medida siempre acabará perturbada. En efecto, si por ejemplo pensamos en lo que sería la medida de la posición y velocidad de un electrón, para realizar la medida (para poder «ver» de algún modo el electrón) es necesario que un fotón de luz choque con el electrón, con lo cual está modificando su posición y velocidad; es decir, por el mismo hecho de realizar la medida, el experimentador modifica los datos de algún modo, introduciendo un error que es imposible de reducir a cero, por muy perfectos que sean nuestros instrumentos.

“…profe, y si tengo una erección,no se, por pensar en mi novio que está junto al árbol de mango. Esa energía tectónica me arrastraría junto a él, como en un carro”

“Pero él es el, y tú eres tu, gueva” le dice una alumna, “ahí no hay simultaneidad…, mejor llámelo al celular…“¡Nop.., no seas corroncha!”

“…pongan atención” Dice el profesor.

“Hay un cuento, en el que un escritor tiene un amigo poeta, él escritor está enamorado de su mujer, quien ya había muerto. El poeta tiene en el sótano de su casa un tal Aleph, que es la primera letra del alfabeto hebreo” El profesor la dibuja en un tablero blanco cuadriculado, con un marcador negro.

“Este escritor es al mismo tiempo el personaje del cuento, y el que escribe el cuento. “Simultaneidad o sincronicidad, el efecto de las muñecas rusas” dice, mirando a la alumna del IPhoneX. “El poeta lo invita al sótano de su casa, que pronto será derrumbada, para mostrarle el Aleph, el mismo que usa para escribir sus poemas.

La chica del celular busca en google las palabras del profesor y conectan el texto desde una aplicacion al proyector videobeam.

El salón quedó en silencio:

–Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges. Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph. –Una copita del seudo coñac –ordenó– y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo! Ya en el comedor, agregó: –Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio… Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz. Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso. –La almohada es humildosa –explicó–, pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones. Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa; la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph. Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré. En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. Sentí infinita veneración, infinita lástima. –Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman –dijo una voz aborrecida y jovial–. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges! Los zapatos de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté °°°|||=a<|

Todos habían leído, y la clase había terminado. Bajaron juntos. El guarda revisó los maletines, el profesor firmó un listado con su nombre. En la entrada, junto al árbol de mango, estaba un chico saltando en un solo sitio para quedar ”levitando” en una fotografía, levantó la mano y uno de los alumnos se le acercó.

Jorge Acero Liaschevski
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