Como regalo adobado

La tercera parte del dossier dedicado a la aprobación de la ley naranja, se dedica al libro La economía naranja. Una oportunidad infinita, de Felipe Buitrago Restrepo e Iván Duque, influencia criolla para la redacción de la ley 1834 del 23 de mayo de 2017.

El documento inicia con un extraño aunque valioso epígrafe, titulado “Los Caminos del conocimiento, que vale la pena traer en su totalidad:

Desde cuando el imaginativo filósofo Adorno habló de la economía del conocimiento, la concepción de los socráticos fue asumiendo cierta pragmaticidad metafísica. La cual se expresa en la calidad del libro como instrumento de unicidad de los pueblos. El Libro Naranja que el lector tienen [sic] en sus manos, además de instrumento de orientación, ayuda a despejar aquella niebla críptica; abre caminos al conocimiento; y, por tanto, ilumina los senderos posibles en la tiniebla de la economía.”

Un inicio auspicioso, que incluye autores y conceptos mayores ([Theodor] Adorno, niebla críptica, tiniebla de la economía) aunque mal mezclados o, mejor, contradictorios, como quien lo firma. Y su subtítulo no deja lugar a dudas: de lo que se trata es de un negocio, ineludible e inmejorable y quien se niegue a apoyarlo lo hará sólo como resultado de una terquedad infinita. La misma retórica de cuando se vendió a partir de la década de 1980 el lema del (y el alma al) neoliberalismo.

En la introducción asume un tono amigable, que termina siendo paternalista. Al principio se señala que ese documento no es como los demás y “puede o no leerse de corrido”, puesto que –en una típica confusión de hipertexto con convenciones de navegación– se entiende que “cada letra y cada símbolo, han sido cuidadosamente ubicados para compartir ideas y generar conocimiento”, puesto que “presenta ideas en lugar de párrafos. Información en lugar de datos, […] conceptos en lugar de imágenes”. De ahí que remate: “por eso tiene mucho espacio en blanco, para que lo utilice tomando notas, personalice su contenido y desarrolle sus propias ideas”. ¿Recuerda, estimada persona que lee, cuando su mayor inquietud al abrir un libro era que tuviera menos texto que imágenes? ¿Recuerda la edad que tenía?

En medio de una diagramación tortuosa, invade con porcentajes, iconitos y comparaciones. Siempre en tono de recordatorio, siempre sin ofrecer razones de fondo, siempre en relación con el gasto militar y siempre repitiendo que hay sectores cuya rentabilidad no se sabe muy bien por qué “casi una década después todavía no ha[n] sido registrado[s] en el radar de la mayoría de los economistas”.

Luego, identifica un ecosistema cultural postfordista, absolutamente adecuado a los intereses de su autor. Por una parte ubica los “bienes creativos” (artes visuales y performativas, artesanía, lo audiovisual, diseño, los nuevos medios), y luego les suma los “servicios creativos” (arquitectura, cultura y recreación, investigación y desarrollo, publicidad). Sin aclarar cómo se relacionan unos con otros, se justifica después la baja volatilidad de este sector gracias a una “creciente conectividad” en sus transacciones, señalando de inmediato que los primeros tienen un crecimiento más lento que los segundos. Ninguna derivación queda justificada, sólo el vértigo de saber que ahí hay mucho dinero para quienes decidan atraparlo primero. Y se está yendo…

Luego vuelven las terquísimas metáforas militares y el autor cita a ¡Donald Rumsfeld! para apoyar su argumentación sobre la necesidad de regular la producción asociada a este sector, estableciendo la siguiente analogía: “Todos los imperios deben enfrentar la difícil realidad de ser sorprendidos por enemigos que salen de la nada […] sobre los que no saben nada, que explotan las debilidades que se esconden en las asimetrías de tamaño,
recursos
y responsabilidades. Dichos enemigos, con frecuencia, solo se hacen visibles al causar una derrota humillante al imperio de turno.” Después de presentar de esta verdad pasa, sin solución de continuidad, a los dichos populares.

En el caso de las artes visuales este tipo de vademécums dejan sin responder un enorme grupo de preguntas, sobre todo porque omite comprender de entrada las diversas formas en que este sector opera. Es decir, no tiene en cuenta la brecha que separa a quienes producen bienes y de quienes ofrecen servicios; ignora deliberadamente que nuestro campo carece de los niveles de especialización de los imperios que se mencionaban arriba; que por eso mismo es necesario diagnosticarlo de manera específica; desecha la presencia de una enorme y poderosa población subsidiaria que se limita a gestionar lo que realiza cada uno de los agentes involucrados; y omite la necesidad de evaluar la presencia (o la necesidad) de grupos de presión que crean-dirigen-estimulan-acaparan-capturan la rentabilidad en el proceso de circulación de una propuesta artística.

Pero, igual, hay que leerlo para saber dónde se inspiran los ponentes de las leyes que nos rigen (y divierten –los ponentes, claro está).

Guillermo Vanegas
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